
Estimados amigos:
En primer lugar, y antes que nada, debo dar las gracias a las autoridades del pueblo por haberme invitado a pronunciar el pregón de sus fiestas 2011, en honor a la Virgen de las Angustias, su patrona.
Y, como no quiero que se me eche en cara que me quedo corto a cambio de los cuantiosos dineros recibidos, no caeré en la trampa tendida por tantos otros que, amparándose en su nombre y en su fama televisiva, dicen hola y adiós, sueltan cualquier payasada sin gracia, y pasan después una cuantiosa factura que dejaría boquiabierta a la concurrencia aquí presente.
Pero no es ese el caso, ni esa es mi costumbre, y obligado por la amistad que me une Guiller, el actual alcalde, a su mujer Isabel -por otro lado, casi familia de la mía- y a las gentes de Escariche, este pueblo al que tanto quiero, me he atrevido a recoger el guante que, casi por apuesta, se me arrojó en su día, y aquí me tenéis, ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar… que es un decir machadiano que se me acaba de ocurrir.
En realidad, poco es lo que tengo que deciros que ignoréis de mi estancia en Escariche.
Pero ya se sabe, un pregón tiene que ser alegre y distendido, que para eso estamos en fiestas, y junto a la música debe correr el vino y aprovecharse el momento para olvidar las rencillas, que generalmente surgidas por nonadas y vanalidades, entorpecen nuestro natural vivir cotidiano. Por lo que es mejor darse un abrazo de amistad y aquí paz y después gloria.
Comenzaré por el principio que es por donde se empiezan las cosas.
Llegué hace muchos años, treinta y cinco o así, si no son más, a un Escariche que con el tiempo ha cambiado mucho, como también el tiempo nos ha hecho cambiar a los demás. Y en el que unos se fueron para siempre y otros todavía estamos aquí, a verlas venir, como quien dice.
Digo que vine una tarde, en el autobús de línea, después de un largo recorrido. Y aquí, con mi bolsa de viaje, busqué al entonces alcalde, que era la persona a quien me tenía que presentar. A la sazón desempeñaba dicho cargo don Agustín Pérez Moranchel.
Al cabo de unas cuantas preguntas supe que se encontraba en el centro social por excelencia, o sea, el bar, esperándome mientras departía amistosamente con unos cuantos lugareños, entre los que creo recordar, que ya me falla la memoria, al buen amigo Isidoro, el alguacil, y a Cipriano, el guarda.
El alcalde me acompañó a una casa donde me darían cama y comida. Era la casa de la “Pepica”, la hija del tío Gumer, que tan bien me trató a lo largo de todos los días de mi estancia en este pueblo, y a la que tanto agradecimiento debo.
(Por cierto que todavía conservo entre las piezas de mi colección un bozal de esparto para burra que el tío Gumer hizo con sus propias manos para regalármelo, lo mismo que algunos sonajeros y otras piezas de junco).
Luego, con el paso rápido de los días, me enteré que don Agustín, el alcalde, y Cipriano, el guarda, se habían presentado en la Delegación del Ministerio de Educación y Ciencia de Guadalajara, para solicitar con carácter de urgencia, un maestro que sustituyese por unos meses a la maestra en propiedad, que iba a ser madre, y puesto que eran muchos los niños que se dedicaban a apedrear perros y gatos y a romper alguna que otra bombilla de las pocas que entonces había.
Total que me tocó la china y allá que me fui, como queda dicho. Era mi primer destino.
Volviendo a lo anterior tengo que decir que una vez que dejé la impedimenta en casa de la “Pepica” volví al bar de Bernardo, donde recibí la correspondiente bienvenida a base de chatos de tinto, aunque, en realidad lo que querían era emborracharme y ver como era el nuevo maestro, pero el tiro les salió por la culata. No sabían que debajo de una capa raída puede encontrarse un buen bebedor y dieron en hueso, de modo que, poco a poco, yo veía que se iban despidiendo sin rechistar.
Las clases comenzaron en seguida. Allí me encontré con chicos y chicas de todas las edades, puesto que se trataba de una escuela unitaria mixta, de las que ya quedaban pocas. Pero yo me las ingenié para que los mayores se encargaran, dentro de sus posibilidades, de los más pequeños. La pizarra era muy importante y nadie salía sin que hubiera leído o hecho las cuentas. Luego, algunas madres, viendo que servidor era un alma bendita, quiero decir cándida, me dejaron a sus criaturas, que no cumplían la edad escolar. De modo que con una separación al final de la clase hicimos una especie de guardería.
Por cierto que uno de los viernes que yo regresaba a Guadalajara, que tampoco fueron demasiados, alguien se dejó un grifo del lavabo abierto todo el fin de semana y el lunes, tras pedir la llave para entrar, me encontré con una piscina. Pero el auxilio no se hizo rogar y al rato eran muchas las mujeres que, con cubos y bayetas, manos a la obra, no tardaron en dejar solucionado el desaguisado, al tiempo que aprovechaban para hacer una limpieza a fondo de la escuela. En fin, cosas que pasan. Luego dejamos las ventanas abiertas y con el aire aquello se secó en un pispás, que otros dicen santiamén.
No olvidaré nunca a María, que en el pueblo era más conocida por “Maruja”, la vecina de enfrente de la escuela, que todos los días a la misma hora, antes del recreo, daba unos golpecitos en los cristales de la ventana que había a mi espalda para desearme los buenos días.
Era una mujer muy cumplida y amable y a la que nada ni nadie se le ponía por delante.
Voy a contar una de las muchas anécdotas que con ella me sucedió.
Un día, ya no había clase por las tardes, vino a verme mi gran amigo el arquitecto Antonio González Lamata, aprovechando la visita a alguna de las obras que le habían encargado, creo que unos chalés, en las cercanías de Pastrana.
Venía con su aparejador y los tres juntos nos fuimos a comer al bar de Emiliano “el Zapa”, allá arribotas.
Allí dimos buena cuenta de unos huevos con patatas y unos chorizos abiertos en canal. Pues bien, a los postres, apareció nuestra buena María, que ante la sorpresa de los demás me estrechó entre sus brazos y me hizo bailar con ella una melodía que sonaba en la radio. En agradecimiento a su desenfado y atrevimiento no tuve por menos que invitarla a un par de vasazos de güisqui, ya que no quiso más por no dejarme sin dinero con que agasajar a mis amigos, con los que también departió sentada a nuestra mesa. ¡Buena mujer aquella María!
Y ahora que sale a relucir Emiliano también recuerdo que una tarde de aquellas quedé con él para que me llevara a conocer los pueblos de los alrededores.
Así pasaban los días, unos más deprisa que otros, aunque siempre he sido de los que ha pensado que sólo se aburren los tontos, madre mía, ¡con la cantidad de cosas que hay que hacer! y si no hay que hacer se las inventa uno.
Las clases tenían lugar por la mañana y hasta media tarde y cuando llegaba el tiempo caluroso se veían reducidas exclusivamente a la mañana, así que la tarde tenía que rellenarla con lo que fuera. De ahí las visitas de algunos amigos, como la que acabo de contaros, o el recorrido por los pueblos del contorno en la furgoneta del “Zapa”.
En otras ocasiones acompañaba a quien fuera a llevar la cosecha de aceitunas a la cooperativa de Villarejo de Salvanés, y allí, ya de paso, caían unos cuantos chatos de tintorro con los que andar el camino que solía terminar, al regreso, en el bar de Bernardo que después llevaría Luis, el marido de su hija Paz, y padre de los actuales dueños.
Y si hablamos de un bar, el de abajo, lo lógico es que hablemos también del otro, el de arriba, en cuya explanada nos sentábamos a la fresca, al declinar de la tarde, intercambiando las más diversas opiniones sobre lo divino y lo humano, mientras caían unas cuantas botellas de morapio con el que poner en remojo y ablandar unos tacos de chorizo, unas aceitunas con hueso o unas pizcas de bacalao. Una tertulia amena en la que participábamos el alcalde, Amador, Mariano Pilar y algunos más, y en ocasiones un personaje del que me habían hablado como si de un sabio algo loco se tratase o de un heterodoxo. Tal loco era Perico Gascón, con el que tan entrañable amistad me llegó a unir.
Perico Gascón, para muchos don Pedro Gascón, por aquello del respeto a la persona titulada, era maestro y había desempeñado su profesión en un pueblo de Tarragona pero, un buen día, dándose cuenta de que aquello no era lo suyo, durante el recreo llamó a uno de los críos y le dio dos pesetas para que comprara naranjas y las repartiera. Creo que aún lo están esperando. Él, mientras, había cogido el tren de regreso a su pueblo, que era donde mejor se estaba y, además, ¡el que tenga hijos que los eduque!
Mi amistad con Gascón fue grande, ya lo he dicho. Algunas noches nos quedábamos en su casa, leyendo o hablando hasta las tantas, junto al fogón, donde hacía unos cafés horribles y donde, como el que no quiere la cosa, de cuando en cuando caía alguna que otra copeja de coñá.
Hasta qué punto había llegado el número de copas trasegadas y el efecto resultante de las mismas se dejaba ver a través de una expresión muy propia de Gascón que, concentrándose, pronunciaba con énfasis teatral: “Austria es Austria”.
Alguna noche nos acompañó otra buena pieza: Luis Carmona, que tenía una casa donde había instalado unas máquinas con las que hacía las gomas para las ollas a presión, con cuya venta llegó a alcanzar pingües beneficios que, poco a poco, fue dilapidando tontamente hasta verse casi en la más absoluta de las miserias.
Cuentan que este Carmona había sido un bala y un cabeza rota, que se había separado de su mujer, con la que tenía una hija, y que se gastaba un montón de dinero en escopetas y coches que después arrinconaba o malvendía.
Cuentan también que había estado en los emiratos árabes trabajando en los pozos de petróleo y cuentan que harto de estar harto, regresó a España y que le vieron vendiendo tabaco en el metro de Madrid, cuentan tantas cosas…, pero lo malo es que casi todas eran ciertas.
Últimamente nos veíamos con cierta frecuencia, cuando no quería que le ingresaran en una casa de acogida, hasta que la parca vino con su guadaña y le arrebató la vida. Mi recuerdo para él.
Pero una de las mejores hazañas, de esas que no se olvidan fácilmente, fue la que protagonizamos Gascón, un servidor y Amador, cuando cierta tarde nos brindamos para acompañarle a Mondéjar a cambiar los neumáticos de su coche. Allí, en Mondéjar, tomamos algunas cañas de cerveza hasta que le cogimos el sabor, de modo que, considerando que teníamos un largo puente por delante y que no había que madrugar al día siguiente, nos fuimos acercando, pueblo tras pueblo, cerveza tras cerveza, hasta Pedales de Tajuña, donde se me ocurrió la brillante idea de coger carretera y manta y largarnos hasta la provincia de Albacete.
Antes, claro está, bien entrada la noche, nos metimos a dormir al Parador Nacional de Alarcón, donde nos vieron la pinta y nos echaron con cajas destempladas. Pero como nuestro empeño no cejaba decidimos quedarnos a dormir en un sitio de esos de carretera, cerca de nuestro punto de destino que no era otro que Casas Ibáñez, donde nos presentamos a la mañana siguiente, frescos como tres besugos recién pescados, el señor marqués de Gascón y su chofer, Amador, y allí, en casa de mi familia, nos agasajaron con una suculenta paella de las de verdad, mientras nos dedicamos a recorrer las huertas y las viñas y, ya de paso, nos acercamos a uno de los más bellos pueblos de los alrededores: Alcalá del Júcar, en cuyas cuevas de Garaden estuvimos tomando unos excelentes caldos de la tierra invitados por su dueño, el artista y amigo Mamerto de Santiago.
Luego, antes de que los días se agotaran, volvimos al pueblo a Escariche, donde al parecer no sabían nada de nosotros puesto que las llamadas telefónicas habían sido más bien escasas, y ¡madre mía, la que se armó!
A caldo me puso Adela, la madre de Amador que, a gritos, me decía que ya era mayorcito para hacer esas tonterías y que a donde había llevado a su hijo.
Y a su hijo le decía que por qué se había dejado llevar a ver a mujeres malas (cosa que no era verdad, que sólo habíamos salido de viaje), mientras Amador, con los ojos que siempre le han caracterizado, algo aguanosos, le contestaba sarcásticamente que “de malas nada, que estaban bien buenas”. Hasta que todo se fue suavizando. Aunque yo sigo creyendo que la buena de Adela no se las tenía todas conmigo y me parece que después del suceso de marras aún le costaba saludarme.
“¡Buena pieza está hecho el maestro, y parecía una mosquita muerta el jodío!”, decía.
En fin, las cosas son como son.
Ahora, con el paso del tiempo, con más años a las espaldas, aunque he venido en algunas ocasiones anteriores, regreso a Escariche y veo que unos faltan para siempre y otros han cogido la antorcha que les dejamos encendida. Es ley de vida.
Ahora queda el recuerdo de todos, unos y otros, de aquel Emiliano, “el Zapa”, que me llamó la atención por sus ojos azules y su pelo rubio, en estas tierras centrales; de Bernardo, el padre de la Paz, la mujer del Luis, con su eterna boina a la cabeza, tras el mostrador, chato tras chato, peseta a peseta; de Isidoro, el alguacil, algo tartamudo, sonriente y servicial, cuyo padre tenía una forma muy especial y característica de echarse al gaznate un vaso de vino, con aquella mano temblorosa que tanta mies había segado; de Cipriano, el guarda, que acompañó a su alcalde a ver al Delegado de Educación, para decirle que tenía nueve hijos y que, por falta de maestro, los veía maleducándose en las calles, sin nada que hacer, cuanto todos sabíamos que el buen “Cipri” estaba soltero; de Mariano Machón o mejor dicho de Mariano “Pilar”, de tez oscura como la pez, alto y desgarbado, cuya imagen de caballero a lomos de una borriquilla de poca alzada, con las piernas dobladas por la rodilla para que no arrastraran, nunca podré olvidar; de “Carlillos”, el fortachón; del tío Leceta, el albañil, y del señor Paco, el andaluz del Partido Comunista, hombre bueno y filósofo a su manera, con el que yo comía frente a frente, en la buena mesa que atendiendo a nuestros gustos, preparaba la “Pepica”; de Regino, el panadero; de Tomás Montero, el hermano de Alberto “Capullo” y de Paco Blandino, ¡que le pregunten cómo perdió el diente!; de Amador y de Adela; de Agustín, el alcalde, y de todos aquellos que se me quedarán, con toda seguridad, en el tintero, a todos mi recuerdo y mi amistad.
Y también a Florita, la hija de Juan Antonio, que después de ser alumna mía en la escuela de Escariche, volvió a serlo en la Escuela Hogar de Guadalajara. Ahora ya será una mujer hecha y derecha, una abogada que no habrá perdido el tiempo con zarandajas, y a Alberto, el hijo de Elvira y de Alberto, que recuerdo, como si lo estuviera viendo ahora mismo, sentado en su pupitre, tristorro y un poco tímido y cuyo vivo retrato está en su hijo Jorge.
La verdad es que podría seguir contando más y más cosas del pueblo y de sus gentes, como las “embajadas” que Felisa le enviaba a su marido Antonio López, para decirle que la cena estaba puesta y que le estaban esperando y nunca llegaba… Hasta que ella misma, Felisa, aparecía por la puerta con mirada amenazadora.
Tiempo vivido, tiempo que ha pasado, pero huella que permanece, que permanecerá en mi recuerdo.
Pero no quiero alargarme más y terminar mi pregón agradeciendo a todos su presencia y la atención que han prestado a mis palabras, quizá inconexas y algo arrebatadas, por aquello de querer decir todas de golpe, pero escritas y pronunciadas con todo el cariño de que soy capaz.
Y ahora sí, ahora es buen momento para que comience la fiesta y para disfrutarla.
¡Ánimo a todos y que no decaiga!
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS